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Ella siempre había participado de todas las comidas preparadas por su madre, hasta aquél día, hacía ya mucho tiempo, cuando todavía era solo una niña gordita y paciente, que asistía a los misterios de la vida como una eterna espectadora asombrada, disfrutando mucho con los animales que adoptaban como mascotas.
Siempre había algún pato herido, hasta que uno llegó vivo y entero a la casa, atrapado por uno de los perros, al que bautizaron con el nombre de Pascualín, y que una vez que se hubo recuperado del susto, se convirtió en un rollizo y alegre animal, que deambulaba por el enorme patio picoteándole las cabezas a los perros más viejos y que ya no se usaban para la caza. También estaba Irene, una orgullosa grulla que miraba a todo el mundo desde la altura de su elegante pico, que reinaba en el corral de las gallinas, a las que parecía gobernar con sus estridentes graznidos, y a la que habían conseguido atrapar en una de sus paradas en la época de migración del ave, que no obstante parecía haberse adaptado a la bucólica y a la vez bulliciosa vida del patio de la casa.
También había sido dueña de otros animales, bastante más exóticos, y que le habían granjeado las simpatías y antipatías al mismo tiempo de muchos de sus compañeros en su época de estudiante infantil. Recordaba un murciélago, que llevó a la clase en un sobre blanco, y que nunca más regresó a la casa, tal fue el pavor que produjo en la profesora, que lo aniquiló de un escobazo, y también de un búho, al que había liberado cuando empezaron las primeras sospechas sobre el destino de las muchas mascotas que iban desapareciendo de la casa, y que ella había empezado a notar justo al cumplir los doce años.
Hasta entonces ella se había comido cualquiera de las muchas viandas carnívoras que se devoraban en la casa, hasta aquél día, el día que se comieron a Pepa.
Pepa era una liebre que llegó un día a la casa malherida, mordido su costado por uno de los galgos que había participado en el ojeo, y a la que curaron y cuidaron con esmero.
Su pelaje marrón denotaba que ya no era una cría, y muy pronto su padre le consiguió un compañero, Paquito, éste, capturado concienzudamente para la ocasión, y que llegó a su nuevo hogar sin un rasguño, aunque bastante asustado.
La nueva situación de Pepa enseñó mucho a los niños, no sólo de la casa, sino de toda la calle, que frecuentemente visitaban al animal y al que llevaban desde hojas de lechuga, hasta zanahorias, que se acostumbró a comer casi con vicio.
Tanto mimo y cuidado pronto dio sus frutos y Pepa consiguió alumbrar varias camadas de lebratos durante su estancia con ellos. Todos se encandilaban con las carantoñas de los padres hacia sus crías, que jugaban y retozaban en el patio hasta que poco a poco iban desapareciendo. El misterio de esas desapariciones lo terminaba la madre cuando les decía que los habían llevado a soltar al campo, o que los habían regalado a tal o cual persona que disponía de corral en un lugar fantástico; especialmente a ella, que era siempre la que más se preocupaba por todos y cada uno de los animales.
Así habían sido las cosas hasta entonces, justo cuando cumplió los doce años, y Pepa también terminó en la olla.
Había llegado del colegio por la tarde, y como siempre, se acercó hasta el gran corral donde vivían las dos liebres y lo que quedaba de su prole. Al mediodía no les había visto, pero era porque había almorzado en casa de una de sus tías, como le había ordenado su madre, que ese día andaba muy ocupada preparando comida para la calle, y entonces se extrañó de no ver al macho ni a la hembra, pero como había un rincón más alejado donde solían refugiarse para descansar no le dio mayor importancia. Los más jóvenes seguían jugando tranquilos, pero aún así, estuvo atenta al menú de la casa todo el fin de semana, no hubo conejo, ni ningún tipo de carne, habían comido atún y caballas, era la temporada de almadrabas en aquel pueblo marinero, y toda la familia disfrutó de ellos. Anduvo bastante ocupada con primos y amigos los tres días de vacaciones, y ni siquiera pudo acercarse a la jaula ni a jugar en el patio, pero amaneció el lunes, el día de su cumpleaños.
Cómo era habitual para ella, almorzaría con sus amigas del colegio en una de las casas, y luego, por la noche, las invitaría a todas a cenar a su casa, donde su madre les prepararía una suculenta cena y algún bizcocho o pastel.
Cuando llegó, ya por la tarde, el patio estaba engalanado para la fiesta, y ya se olían los efluvios de las ollas de su madre. Varias vecinas y algunas de sus tías ya estaban allí, y todas andaban ocupadas cortando cebollas, ajos, tomates, patatas, mientras bebían vino dulce de una bota que colgaba del único árbol que tenían en el patio, una higuera a la que recordaba desde que nació, y que estaba junto al pozo. Bajo su sombra y alrededor del pozo su madre se afanaba limpiando trozos de carne, mientras que le relataba una receta a una de las vecinas que la apuntaba diligentemente en un papel.
– ¡Para hacer la caldereta te coges y preparas primero “toitos” los ingredientes, dependiendo de la cantidad de gente que vayan a comer doblas la cantidad de todo, una cebolla, cuatro patatas medianas, dos cabezas de ajo, dos hojas de laurel, dos tomates maduros, un pimiento, una rama de perejil, una rama de hierbabuena, diez granos de pimienta, un vaso de los de agua de aceite de oliva, y otro de vino manzanilla y sal!
Ella estaba escuchando atentamente, aunque no alcanzó a oír el tipo de carne que había utilizado, mientras que su madre continuaba con la receta….//
Una calle de Vejer. Óleo sobre lienzo. 48X33 cm. Obra propia.
@Copyright Lola Orcha Soler
Prima que bonito y que me alegro que tengas ese humor y tanta fuerza sigue asiiiiiii guapa muchos besitos y no cambies nunca.