«Era mi primer viaje a las islas de fuera. Atrás había dejado a Tebungari, mi amiga, cuidando de la casa en Tarawa. Era ella quién se había encargado de enseñarme, en tres meses, todo lo que sabía sobre la pequeña y remota nación de Kiribati, en la Micronesia, donde debería pasar tres años como voluntaria en un programa de desarrollo internacional. Su lengua, sus costumbres y sus leyendas. De Makin, la isla más al norte, me contó que allí, el Creador, el dios Naureau, recogía las almas de los difuntos en redes colgadas en lo alto de los cocoteros, y las enviaba al sitio donde pertenecían cada una.
Pensaba en ella desde la cubierta del barco con el extraño nombre de Mataburo, que me llevaba precisamente a Makin, aquella primavera de mil novecientos ochenta y cinco. Mujer, española, que viajaba acompañada de otro voluntario, además de una variopinta carga de materiales y herramientas, amén de varios lechones, un par de enormes y gruñones cerdos, y una veintena de gallinas vivas atadas por las patas, que eran acarreados por nativos de las diferentes islas que habían ido desembarcando por el camino.
Los últimos llegaron a su destino, Butaritari, al filo de la media noche, y desde allí, no me importó en absoluto ser la única pasajera del resto del viaje. Disfrutando de la cálida brisa tropical, sonreí, extasiada ante el cobalto terciopelo del inmenso océano, bajo la luz de millones de estrellas y una luna alta, abrazada por una pacífica noche en los mares del sur.
Al día siguiente, bien temprano, cuando el sol era tan sólo un pequeño punto en el horizonte, iluminando apenas una estrecha y blanca playa, a bordo de un pequeño bote, llegamos por fin a la isla de Makin.
La aldea de Kiebu, aislada del resto de la isla durante la marea alta, y a la que se accedía a pie a través del afilado arrecife, nos esperaba al completo. Este sería mi nuevo hogar durante varias semanas. Su curiosidad no tenía límites, la llegada de una mujer “imatang” era mucho revuelo en sus vidas. Los más atrevidos se acercaban y acariciaban mis brazos, tocaban mi cabeza, otros acercaban las caras de los más pequeños hasta la mía y estos rompían a llorar, hasta que sonó una voz desde un grupo algo apartado del resto, los “unimanes”, los ancianos de la aldea, ordenaban silencio.
Después de la primera fiesta de bienvenida en el “maneaba”, su enorme choza de encuentro, donde tuve que comer y beber cosas que ni siquiera pensé podrían existir, me lancé de cabeza a una integración total con su forma de vivir. Tiro y Anna eran los anfitriones. En su choza conviviría durante toda mi estancia. No era fácil, las mujeres recogían la leña para el fuego, sacaban el agua del pozo, limpiaban el arroz, hacían el té, y preparaban las esterillas a la hora de dormir, mientras cuidaban de los niños. Los hombres cultivaban el taro, salían a pescar en sus canoas, apañaban el pescado, y recogían el toddy de los cocoteros al amanecer y al atardecer, cantando canciones. No había electricidad, sólo lámparas de queroseno, todo debía hacerse antes de que fuese de noche. Tampoco ningún vehículo, aparte de unas pocas bicicletas. Así, día tras día.»
¡Lo que hubiese dado yo por algunos de los artilugios de camping que hay ahora! Aquí os dejo unos cuantos, que se encuentran en mi tienda thebluestore.es, cuyos enlaces podréis encontrar escondidos entre las palabras de este viejo relato del cual soy la autora.