Antolografía, las mareas de una vida.

Extracto de la introducción a una de mis obras en proceso de edición. Pintura al óleo original, realizada por mí. Título: La calle donde nací»

Oleo sobre lienzo. 46X33 cm. LA CALLE DONDE NACI

… Así transcurrió mi niñez, entre juegos, risas y lágrimas, porque eso sí, a pesar de que fui feliz, también lloré mucho. Por muchas razones, pero siempre digo que mi madre, sin querer, contribuyó a muchas de ellas, con aquellos romanceros que nos cantaba, como el de “Rey moro tenía un hijo, que Darnilo se llamaba”, o “Pepito subió a la valla a ver si venía el tren”, que tenían en común, aparte de su longitud, las desgracias que se cebaban sobre sus protagonistas. Chavela Vargas también tuvo su parte, con canciones como “la llorona” o “el preso número nueve”, que solía cantarnos la buena mujer para dormirnos en las oscuras y frías noches de invierno, o sentados en el patio, mientras zurcía la ropa de trabajo de mi padre o algún roto de uno de nosotros, en la máquina de coser, en la que nos gustaba apoyar la barbilla mientras ella pedaleaba rítmicamente cantando sus tristes canciones. Yo creo que lo hacía para disimular las lágrimas de su propia tristeza delante de nosotros.

Pero en medio de todo este escenario, mi memoria guarda con celo, la cantidad de mujeres que visitaban a mi madre casi a diario, mientras mi padre estaba trabajando, cazando, o en el bar, donde, con el paso de los años, todos preferíamos que estuviese el mayor tiempo posible.

Muchas de aquellas visitas eran de vecinas, otras de mujeres que vivían en calles cercanas e incluso más alejadas, pero todas tenían algo en común, eran madres, esposas, hermanas o novias de jóvenes que hacían la mili, y de padres emigrados a Barcelona, Bilbao, Suiza o Alemania.

Todas contentas e ilusionadas, con su sobre y su papel de carta, que entregaban con ilusión a mi madre, quien, a escondidas, mientras se alumbraba con un quinqué de parafina, desgranaba sentimientos y dulces palabras de amor, mezcladas con las noticias de niños, hermanos y madres, a aquellos hombres alejados de su hogar en busca de un mejor futuro para los suyos. De quien me acuerdo más es de mi vecina, Loli Rios, su marido, Antonio “el catorce”, quien pasó a mejor vida hace pocos años, muy buen hombre, trabajaba en Suiza, y todas las semanas ella le mandaba una carta, que al final terminé escribiendo yo, fue mi primer trabajo de ayudante de “escribidora”

No había mucha gente que tuviese el don de la palabra escrita para expresar sus sentimientos, pero tampoco muchos que supieran leer y escribir correctamente por donde vivíamos, con lo cual, mi madre cumplía con méritos su cometido.

Así continué creciendo, hasta mis catorce años, escondida y alejada de mi padre y sus borracheras, y refugiada entre cartas, papeles, películas y canciones de Marisol y Joselito. Novelas en papel de Corín Tellado, o en la radio como Lucecita, canciones de Valderrama, Perlita de Huelva, Manolo Escobar. Y los poemas de Lorca, Neruda, Machado o Alberti, que nunca supe donde los había conseguido, cuando nos cambiamos de casa por primera y única vez toda la familia, casi a la vez que nos quitaron el Zapal.

Ya allí las cosas cambiaron, y los tiempos también, y por supuesto yo.

Mi primer relato lo había escrito cuando tenía unos doce años, para un concurso escolar, y tenía como lema, “la navidad, vehículo de reconciliación entre los hombres y los pueblos”, junto con una poesía.

Ese era el título, recuerdo que estaba yo entonces en un colegio que se llamaba XXV Años de Paz, que era de todo menos pacífico, pues éramos muchísimos los niños y chavalería que poblábamos las concurridas aulas, y donde ya empezaba a destacar por mis redacciones, y las bonitas rimas que dedicaba a amigos y familiares en los cumpleaños desde siempre.

Allí, en mi nueva casa, en la seguridad que me daban las primeras cuatro paredes para mí sola, en mi primera habitación, aunque compartida, continué escribiendo poesías, aprendiendo, arropada por mi madre. Me ayudaba mucho al principio, y siempre llevo en la memoria una de sus dedicatorias de cumpleaños, que luego me repetía ya de mayor, un año sí y al otro también, decía así:

 “Esta mañana temprano

Un pajarito cantaba

Y me decía que era el día

Por si yo no me acordaba

Y le dije, ¡pajarito!

¡Canta y vuela sin parar!

Que el cumpleaños de mi niña

¡Nunca se me puede olvidar!”.

Según fue pasando el tiempo, cada vez escribía más, pequeños relatos, y más poesías, a la vida que se fue deshojando para mí en los rincones de mi pueblo primero, y en tantas esquinas del mundo después, ya luego empezaron las novelas, pero…

Pero, claro está que siempre hay algún pero, en este casi idílico cuadro de mi niñez y adolescencia, siempre hubo varios elementos discordantes, que hicieron del mismo, más bien un boceto sin terminar, en el que todos los colores acabaron mezclándose sin lograr su cometido final.

Realmente yo me hice nómada casi nada más nacer, pues antes de cumplir los quince años, ya había dormido casi en la mitad de las casas de mi pueblo, exagerándolo un poco, claro, pero no muy lejos de la realidad. Fueron muchas las noches que pasé, a veces con mi madre y hermanos, a veces sola, en la casa de algún familiar, y luego más tarde, conforme fui creciendo, en casa de las muchas amigas que tenía.

Era lo más normal para mí que, si salía un viernes por la noche, era para no volver a mi casa hasta el lunes, porque los fines de semana las borracheras de mi padre eran más que apoteósicas, y ya entonces, en mi temprana adolescencia, yo no estaba dispuesta a soportar ni una más. También tuve la suerte de contar con familia que vivían en otros pueblos cercanos, y fueron muchas las temporadas estivales en las que me convertí en una boca más en el familión que tenían mis tíos. Luego, en la época escolar tenía que continuar esquivándolo como pudiese, pero en verdad nos habíamos acostumbrado todos a vivir con el más claro exponente del famoso doctor Jekyll y el señor Hyde durante toda la infancia, y lo capeábamos cada uno a su manera.

Podía ser el padre más encantador, y horas más tarde era un ser irreconocible lleno de odio y maldad, que nunca supe de donde le salía. Otra cosa con la que tenía que enfrentarme era a la simpatía que despertaba entre la gente, y en los lugares donde alternaba, que solían ser los bares, por aquel entonces dominio exclusivo de los hombres, exceptuando alguna fiesta local, en la que era casi obligatorio sacar a pasear a la mujer y a los hijos.

De pequeña, cuando no me daba cuenta de nada, lo mismo que mis hermanos, siempre esperaba esos días, que comíamos tapas y bebíamos refrescos de naranja fresquitos, ya después, no había gamba que me tentara, ni tortillitas de camarones, y mis desapariciones para evitar acompañarle en su pantomima anual, que solía ser alguna navidad y en la feria, se hicieron más que evidentes.

La mía fue la mejor táctica, huir, y huir bien lejos, o sea que, en cierta forma, tengo que agradecerle a él, haberme insuflado de aquellas ganas inmensas de volar de allí, primero de la casa, y según las circunstancias se fueron agravando, del pueblo, y al final, desaparecí del universo que nos había amparado a todos hasta entonces.

Pero no adelantemos acontecimientos, como en todo, en la huida también hay un proceso, un caminar despacio a través de hechos fortuitos, y a veces de una crueldad impensable, que poco a poco me fueron abocando a emprenderla, no sin antes haberme dejado muchos cadáveres detrás, porque en eso se convierten los que se quedan, cuando eres tu la que se va. Caras, voces y cuerpos, que se van difuminando con el paso del tiempo y las distancias, y que ya nunca volverán a ser los mismos, ni una tampoco, porque también me convertí en “difunto” para ellos. Jamás volvieron a cruzarse de nuevo nuestros caminos en un mismo paralelo.

A pesar de los regresos, en cada viaje, un trozo de mí se iba quedando en los lugares que dejaba, y pedazos de aquellos lugares se engarzaban en la mochila de mi corazón, viajando conmigo a los orígenes, y así me encuentro ahora, que debo emprender una nueva travesía, a través de un mar de letras vivas, y arrastrada por sus mareas, que espero me lleve, no sólo a mí, sino a todos ustedes conmigo, al cobijo de un buen puerto, que es mi meta final.

…//Continuará

 

@Copyright Lola Orcha Soler. Todos los derechos reservados. 2015

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